Nos gusta venir a Morata cuando florecen los almendros. Siempre nos fijamos en ellos. Pero esta vez fue el soto...
Apenas teníamos ojos para ver donde nos agarrábamos, los teníamos continuamente en la espalda.
El buen tiempo ponía en flor los árboles desperdigados por el paisaje, pero los del soto parecían no querer dejar el invierno.
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